Vuelven a mí las sensaciones vivida hace varias eternidades. Una infancia concentrada en tres meses de verano al abrigo de los abuelos y las sierras. Un lugar que ya no está, ayer mismo pude comprobarlo. El olor a pan recién horneado, al cloro de la piscina, meriendas de pepino y miel, melocotones, tomates. Jugando a las tres en raya y a las tabas pero con piedras. Tres días de fiesta y baile con la excusa de la virgen. Muchos primos. Muchas ganas de jugar, de hablar. Los primeros cigarros entre jaras pringosas. Las primeras malas caras por no querer ir a misa. El primer beso.
Pasaron los años y me di cuenta que el lugar donde nacieron mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos… estaba perfectamente reflejado en Los santos inocentes (Delibes). Entonces quise olvidar. La explotación, la ignorancia, el atraso, la caza, la sumisión…
Este fin de semana volví, tras varias eternidades. Mi casa ya no estaba allí, ni la de mis conocidos. En su lugar, nada. Y la terrible sensación de que los que se quedaron siguen subyugados al dueño de la tierra como si el tiempo no pasase por esas coordenadas. Duele pensar que las formas cambian pero no el fondo.
(Aunque suene raro, mi pueblo no tiene alcalde, tiene dueño.)