El galardón entregado a Marsé me ha hecho recordar a mi familia catalana, la que nunca conocí pero que siempre estuvo presente en los labios de mi madre. Se trataba de un matrimonio con tres hijos varones que se trasladaron del pueblo (Ciudad Real) a Barcelona en busca, fundamentalmente, de trabajo. Todo muy normal pensando que esto ocurrió en los años sesenta, época de las migraciones rurales hacia unas capitales prometedoras, que en el caso de mis padres, recaló en Madrid.
El caso es que para mí, los hijos de este matrimonio, se convirtieron en personajes de novela. El más mayor tuvo muchos problemas. Comenzó a trabajar en una constructora y se enamoró la de la hija del dueño, quince años menor que él. Niña burguesa, guapa, joven… Su padre entró en cólera al enterarse e incluso llegó a enviar matones para evitar lo que el tiempo demostró que era inevitable (parece de Eduardo Mendoza). Sí. Mi primo se casó con ella, tuvo hijos, fueron felices… Ahora él parece un burgués catalán: con su buen acento, es del Barça, vive en un buen barrio y juegan al golf. Y si no lo hacen podrían hacerlo.
El hermano mediano comenzó a trabajar en la Zona Franca, para SEAT. Vive en un barrio obrero y su acento permanece intacto, como cuando salió del pueblo. Por supuesto, es del Espanyol. Quizá sea el menos poético. Tal vez el más interesante.
El tercer hermano se convirtió en hermana. Tuvo que poner más tierra de por medio y marchó a Francia donde vive como una reina regentado sus restaurantes de comida árabe. Se convirtió en mi ídolo infantil. Seis meses en Francia, seis meses en Larache. Seis meses de trabajo y seis meses de asueto (si no fuera por la imagen tan alegre que tengo de él/ella diría que es personaje de Goytisolo).
El caso es que entre mis lecturas y mis fantasías se me hace de Barcelona un lugar muy interesante.
Para una imagen del Madrid de los sesenta os recomiendo (si os dejáis) Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos.