Yo los he encontrado a una horita de Madrid pero no se lo digáis a nadie.
Lo prometido es deuda, Irre.
Rosa trabaja de manceba en una recóndita farmacia de barrio, siempre entre barrotes, temerosa de la llegada de algún delincuente con ganas de tomar drogas de las que necesitan receta. Ella, de aspecto, es poca cosa. Apenas 30 años y 50 kilos, morena y con aspecto mojigato. Cuando cierra a mediodía la farmacia sube a su casa y come con sus ancianos padres y descansa un rato en el sofá. A las cuatro tiene que ir, como todos los días, a recoger a su hermano que viene en el autobús de ruta desde el colegio “especial”.
Siempre la veo a las cuatro menos cinco, haga sol, llueva, haga viento o no haga. Nunca falla a su cita. Él baja del bus con ayuda de la auxiliar y Rosa lo sienta en la silla de ruedas, le de un beso y juntos van por la calle abajo ambos con la mirada perdida.
Esta escena la he visto cientos de veces a lo largo de estos años pero hace unos días fue distinta. El viento arreciaba fuerte y yo llegaba justo cuando él baja del autobús. Rosa empujó con fuerza la silla de ruedas y los dos salieron despedidos calle abajo. Yo me asusté hasta que ví como los dos, por primera vez desde que los conozco, reían sin poder parar tirados y abrazados en el suelo.
No sé expresar exactamente lo que sentí pero sí supe reconocer lo que es el amor fraternal, la entrega y el sacrificio incondicional.